Conformismo en la era digital:cómo pensamos frente la abundancia de información
¿Qué es el amor? reflexionar sobre este tópico ha sido la tarea de incontables filósofos, poetas e incluso científicos quienes, entre tantos otros, desde tiempos inmemoriales se abocaron al propósito de descifrar de qué está constituido este sentimiento capaz de hacer de nosotros tanto una versión mejorada como de dejarnos sumidos en la oscuridad absoluta.
Qué es, dónde se encuentra ¿en la mente o en el corazón? ¿cómo surge? son algunas de las preguntas aún imposibles de responder acerca de este sentimiento inconmensurable y mutable al mismo tiempo y es posible que tal vez nunca hallemos una respuesta acertada.
Y es que es parte de la naturaleza del ser humano esa necesidad irrefrenable de nombrar, clasificar y delimitar lo que no entendemos para de alguna manera sentirnos a salvo con nosotros mismos, creyendo que quizás, en el ejercicio de control sobre aquello que se nos intenta escapar, evitaremos escapar del dolor, del sufrimiento o del incómodo sentimiento de incertidumbre frente a aquello que no conocemos.
Sin embargo, nada más difícil de explicar qué es el amor. Podemos darnos a entender más o menos bien cuando estamos tristes, cuando estamos enojados, incluso cuando nos sentimos decepcionados, pero hay una gama de emociones tan confusas y cambiantes para las cuales las palabras parecen perder toda utilidad. Entre ellas podemos contar al amor y sus habituales compañeras, soledad y desesperación.
El poeta E. E. Cummings (1894 – 1962) escribió en uno de sus más bellos poemas:
“El amor es un lugar / y a través de este lugar de / amor se mueven / (con el brillo de la tranquilidad) / todos los lugares // sí es un mundo / y en este mundo lleno de/ sí viven / (hábilmente enrulados) / todos los mundos”.
En la simpleza de estos versos queda expuesta la complejidad de este sentimiento , que como un mundo, en su universalismo, contiene tantos otros mundos como personas existentes en él.
Lo fascinante de esta perspectiva, no obstante, es la idea de que todos somos capaces de amar aunque no siempre seamos capaces, por el contrario, de darnos cuenta de que lo que sentimos, en realidad, es amor en sí mismo.
Tal vez esa “incapacidad” de darnos cuenta de que amamos sea esa expectativa culturalmente promovida desde hace años (y en ello tal vez tenga su cuota de participación la literatura y el cine) de que el amor es un estado sentimental y consciente perfectamente delimitado, casi un objeto que se obtiene alcanzadas ciertas condiciones y/o características.
Y es ahí que una vez más la tendencia al reduccionismo tiende a simplificar su naturaleza inabarcable en un intento más por hacer fácil lo complejo.
Aunque es cierto, todo ser humano en el transcurso de su vida intenta de alguna manera entender qué es, dar una explicación más o menos coherente a aquello que siente y se vale para eso, y en primer lugar, de lo que culturalmente se comprende por este sentimiento. El problema surge cuando los anteojos que utilizamos para analizar tanto nuestros sentimientos como el de los otros se encuentran empañados de prejuicios o limitaciones que vuelven doloroso el descubrimiento de lo que nos pasa.
Por eso tal vez sea saludable comprender que el amor no es una cosa en sí ni el fin último alcanzable. Más bien podríamos animarnos a conjeturar que se trata de un ejercicio constante vivenciado de manera particular por cada uno. .
Correr el foco del “¿sustantivo?” y pasarlo al verbo puede que resulte la manera más efectiva de aliviar la carga emocional que implica reconocer que simplemente amamos y que no hace falta ser correspondidos o cumplir con una lista de requisitos para obtener la etiqueta social que nos habilite a sentir de determinada manera.
El amar a alguien o algo es un ejercicio que puede ser compartido cuando quien amamos participa de este proceso de retroalimentación mutua en el que la persistencia del mismo depende de la capacidad de aceptación y adaptación por parte de los participantes de los vaivenes y altibajos que atañen tanto a la relación como a ellos mismos.
Esto no implica, sin embargo, que la validez del amor que siente uno dependa exclusivamente de la correspondencia de un otro o de que el otro, incluso, tenga conocimiento siquiera de la existencia de ese sentimiento o de nosotros mismos.
WH Auden (1907 – 1973) inmortalizó en una estrofa de su poema más
famoso parte de esta idea:
“¿Cómo nos gustaría que la estrellas ardan?
¿Con una pasión por nosotros que no pudiéramos devolver?
Si el amor correspondido no puede ser,
Deja que el que más ame sea yo.
—The more loving one
Tal vez sea esta estrofa la que mejor retrate este concepto como un ejercicio en el que el participante más importante es quien siente y las emociones que ese amar le significan para sí mismo.
Y es que, en definitiva, lo que se intuye que intenta plantear Auden con este poema es la idea del amor como una experiencia que, aunque a veces dolorosa y sufrida, se prefiere en lugar de la indiferencia; porque mientras amamos somos poseedores de una capacidad de sentir transformadora que puede hacer de nosotros mejores personas, que puede abrir nuestra mente a un mundo de posibilidades y acabar con todo prejuicio existente.
Puede que sea por esta razón que muchas veces el amor que sentimos es igual de proporcional al miedo que tenemos de que ese amor sea efectivamente correspondido: el miedo a que se vengan abajo como un edificio las construcciones imaginarias que hacemos en nuestras cabezas de la otra persona es tal, que a veces preferimos guardarnos para nosotros todas esas ideas y deseos que al mismo tiempo nos hacen funcionar y ser como somos.
Puede que sea por esta razón que muchas veces el amor que sentimos es igual de proporcional al miedo que tenemos de que ese amor sea efectivamente correspondido: el miedo a que se vengan abajo como un edificio las construcciones imaginarias que hacemos en nuestras cabezas de la otra persona es tal, que a veces preferimos guardarnos para nosotros todas esas ideas y deseos que al mismo tiempo nos hacen funcionar y ser como somos.
En aquel diálogo se da a entender que el amor existe por medio de la búsqueda de la perpetuación de uno mismo a través tanto de la procreación física como de la procreación de las ideas, es decir, a través de la transmisión del conocimiento y del pensamiento mismo.
Esta concepción me pareció especialmente fascinante en cuanto a que me recordó a esos amores que tan difícil nos resulta explicar y comprender porque no están basados en la posibilidad de una intimidad física sino más bien en la excitación del alma y el pensamiento a niveles tan elevados que han sido artífices, a lo largo de la historia, de extraordinarias obras artísticas, que hablan, una vez más, de la fuerza que tiene el amor como fuente de inspiración creativa.
Picture: Riccardo Annandale