San Agustín: un modelo de virtud en tiempos aciagos


Tiempos turbulentos se ciernen sobre el mundo. Imposible es ignorar el derrotero de confusión por el que discurre la sociedad universal.

Lejos de querer convertir estas palabras en un discurso pesimista o una sentencia definitoria sobre la actualidad, apenas unas pocas pinceladas bastan para pintar el estado de situación de una época marcada por el caos del sinsentido reinante.

En un mundo que ha perdido el norte, que guía su camino a base de apariencias y percepciones temporales, aquellos valores que a un tiempo supieron ser el valuarte sobre el que las grandes civilizaciones se erigieron, a saber: la familia, la tradición, la patria, el amor, hoy son vilipendiados en pos de filosofías baratas, pasajeras y vacuas.

Tales valores, otrora pilares fundamentales, hoy son destronados del centro de la escena por ser considerados instrumentos de opresión y coactivos de la libertad humana.

¿Pero de qué libertad hablamos cuando se reivindican unos ciertos“derechos” a costa de pasar por encima a los del otro? ¿En qué cuadro encaja la libertad cuando no hay posibilidad de alzar la voz para expresar la propia opinión sin ser juzgado, arrinconado, destrozado y cancelado?

Libres como aislados, libres y desapegados danzan hoy los paladines de un mundo donde las relaciones se han vuelto una transacción, el afecto tan sólo un efecto colateral que es deber evitar y el placer instantáneo el mandato. El enemigo los ha engullido utilizando sus propias armas, endulzando sus oídos y alimentando unas cuantas fantasías creadas en agencias de publicidad.

Así, no es de extrañar que hoy gobierne la dictadura del entretenimiento sostenida por conglomerados mediáticos que actúan como dealers de la droga digital que anula la razón y moldea los cerebros a la medida de sus necesidades para lograr consumidores atentos a la novedad pero desentendidos totales de lo que realmente importa y les concierne.

Frente a este panorama, en el que no bastarían unas cuantas miles de páginas para desgranar su problemática, una figura rezume con inmensa luz en medio de la oscuridad y brilla como faro ardiente en la noche de los tiempos. Un luz se enciende al voltear hacia atrás y adentrarnos en las páginas de esa historia que hoy el mundo está empecinado en borrar.



El santo que caminó en medio de tinieblas



Surgido en una época muy similar a la actual en la que también reinaba la guerra diaria, la intolerancia y las disputas entre filosofías acomodaticias, San Agustín, nacido en Tagaste en el 354, actual Argelia, fue un hombre de su tiempo.

Inquieto, curioso y deseante de probar ese mundo que se abría a su paso entre esos dos modelos de vida que significaban el trabajo sacrificado, la sumisión noble, por un lado y la libertad sin frenos por el otro, Agustín se inclinó por las mieles dulces que por aquella época tentaban a las almas curiosas.

Hijo de una madre devota católica y un padre pagano que se esforzaron por procurar una buena educación para sus tres hijos, Agustín descubrió cuando era todavía un adolescente el prestigio y la fama de los grandes retóricos de aquel tiempo y se propuso convertirse él mismo en uno de ellos.

Pese a la amargura de su madre, que deseaba para su hijo un destino de santidad, Agustín supo viajar a Cartago primero y a Roma después para cumplir su deseo de convertirse en un orador de prestigio y participar en las grandes cortes.

Aquel joven audaz e inteligente como ninguno, se convirtió en poco tiempo en un gran retórico y maestro con las palabras. Adonde fuera que se presentara hipnotizaba con sus discursos pero más aún con su gran capacidad para entretejer argumentos sólidos.

Pero aquella fama y gloria conseguida no lograba colmar el alma del joven Agustín que en un principio se enamoró de manera pasajera de esa vida de aparente libertad y desenfreno en las que experimentó culturas, filosofías y amores que antes que devolverle lo que buscaba no hicieron más que despertar en él un anhelante ansia de algo más profundo.

Tan similar a nuestra época actual, aun transcurridos más de quince siglos, la vida de San Agustín nos recuerda que la búsqueda de la propia identidad es algo inherente a todo ser humano y tiene su origen en una sed profunda que marca el andar del hombre por el mundo.

Aun así, nada satisfacía el alma inquieta del joven de Tagaste, y pronto aquellas doctrinas a las que se había aferrado comenzaron a desgajarse frente a sus ojos ante el menor ejercicio de exhaustividad, tal y como se despedazan hoy las modas digitales que perduran lo que una hoja en el viento.

Pero es en medio de esa cruda etapa de desasosiego que atraviesa Agustín intentando dar con alguna certeza que conoce a Ambrosio, obispo de Milán y famoso predicador, quien lo cautiva por su inteligencia y coherencia filosófica.

Imbuido por el entusiasmo generado por obsipo, el joven se acerca pronto al estudio de la Biblia contra la que años atrás había despotricado por considerarla poco elegante y profunda, para descubrir que en entre aquellas páginas se hallaba la Verdad fundamental que su corazón parecía resignado a encontrar. Simple y eternamente compleja, a la luz los sencillos y velada a los sabios.



Y así comienza San Agustín su camino de estudio, acercamiento y conversión al saber fundamental que luego lo llevaría a transformar su vida por completo hasta convertirse en obispo de Hipona y futuro doctor de la Iglesia Católica.

Pero si hay algo que destaca con especial brillo en la vida de este santo fue su particular fuerza de voluntad y su virtud en la búsqueda de la Verdad. Una sed inagotable y un corazón inquieto que no se dejó quebrantar, finalmente, por los dictados de su época, que logró torcer su destino y destacar cuando supo hacerse humilde de corazón, a través del sacrificio y la humillación, aun cuando esto implicara asumir que todo aquello que creía conocer no era más que una mentira, una mera fabricación espectacular.

Y es que, una época en que las personas prefieren mirar a un costado en lugar de admitir que levantan estandartes fundados en libretos escritos por sus propios verdugos, Agustín aceptó beber del trago amargo y asumir las consecuencias de sus propias decisiones.

Tomó el camino del sacrificio (esa palabra tan deshonrada hoy día), en lugar de el de la víctima y logró cambiar su realidad y la de aquellos que se permitieron abrir los ojos.

Fue faro y fue guía, fue amigo de la Verdad a la que defendió en cada oportunidad que se le presentó sin miedo a la persecución y al riesgo de muerte que no dejaron de acosarlo a lo largo de toda su vida.

No temió ofender ni se cuidó de vender razones a la medida de sus detractores. No se revistió con el manto de la hipócrita corrección política hoy reinante.

Enfrentó la incertidumbre armado de una voluntad tenaz que no volvió a permitir que fuera doblegada por placeres y narcotizantes pasajeros.

Blandió su pluma como una espada que atravesó la historia llevando adonde quiera que fuera la Palabra que es Camino, Verdad y Vida.

Hoy que vivimos en una época marcada por la decadencia moral, por la pérdida de los valores fundamentales, hoy que personajes sin talento ni mérito alguno se erigen como los nuevos ídolos de la sociedad de masas, la figura de San Agustín emerge como ejemplo de superación, perseverancia y humildad, una vida que nos recuerda que no importa cuan pantanoso sea el camino, siempre es posible alcanzara la Luz cuando estamos dispuestos a realizar el esfuerzo.




"Hay dos clases de personas, porque hay dos clases de amor. El uno es santo, el otro egoísta; el uno se preocupa por el bien común en aras del entendimiento mútuo y de la fraternidad espiritual, el otro trata de someter lo común a lo propio...el uno trabaja por la paz, el otro es sedicioso; el uno prefiere la verdad a los honores de los hombres, el otro ansía el honor aunque sea falseado... el uno desea para el prójimo lo que desea para si, el otro desea someter al prójimo..." De Gen. ad lit. 11, 15,20.